Grecia se encuentra a un paso de abandonar la UE. Ése es el titular sintético de todo cuanto se ha dicho en los últimos días, y en especial hoy, sobre el país heleno. No se espera que la convocatoria de nuevas elecciones resuelva la situación, principalmente porque una cosa es lo que la UE quiere de Grecia, austeridad absoluta, y otra lo que quieren sus ciudadanos, el fin de los recortes impuestos. Y, ¿por qué esa exigencia de austeridad? Por salvar al euro.
El pasado 9 de mayo se celebró el día de Europa, que conmemora el gran discurso de Robert Schuman -pronunciado en 1950- en el que instaba a las naciones europeas a crear entre ellas una "solidaridad de hecho" que fuese la base que permitiese asegurar la paz en un continente devastado por la guerra. En 1951, con la CECA, se pone la primera piedra de un proceso de integración económica que irá aumentando tanto en profundidad como en extensión geográfica hasta llegar a su clímax en 1992 con el Tratado de Maastricht y su punto estrella: la creación de una unión monetaria. El proceso de integración europeo siempre ha sido un proceso de una única dirección y un caso como el de Grecia nunca fue previsto. En otras palabras, la integración en el euro no es un paso reversible y la única solución que los Tratados de la UE dan pasa por apearse del todo del proceso: salir de la Unión misma.
En tal caso, si finalmente Grecia se ve forzada a abandonar la Unión, ¿significaría que el proceso de integración ha fracasado? En parte no y en parte sí. La integración económica como tal no habría fracasado. Es cierto que el espacio único aduanero se vería recortado -en principio, habría que ver los términos en que se negociase la salida de Grecia-, pero todo lo demás seguiría funcionando: la libre circulación de bienes, capitales y personas. La interdependencia económica de los países europeos es demasiado grande y la Unión resistirá, pese a los inevitables temblores y terremotos que provocaría el derrumbe griego. No hay que perder de vista tampoco que la Unión Europea es mucho más que el euro, que no es más que uno de los muchos elementos que la forman. De hecho, la eurozona cuenta con notables ausencias, como Suecia, Dinamarca o el Reino Unido.
Lo que sí ha fracasado -y en mi opinión lo que actualmente está pasando en Grecia, Portugal, Italia, Irlanda y España es una consecuencia directa de ello- es el proceso que debió seguir a la integración económica: la integración política. Por fijarnos sólo en la punta del iceberg, baste traer a la memoria el estrepitoso batacazo de la mal llamada Constitución para Europa. Es cierto que en el campo de la integración política se ha avanzado algo, vía la cooperación intergubernamental, en algunos ámbitos como el de seguridad. Pero, en general, los Estados miembros han mostrado una reticencia perenne a ceder competencias del núcleo de su soberanía; como, por ejemplo, la política fiscal, algo que necesariamente debió ir unida a la cesión de la política monetaria (al menos en el caso de los países pertenecientes al euro).
Quizás la salida de Grecia de la UE - Hollande y Merkel tras su primera reunión han hecho declaraciones en el sentido de que esperan que este hecho no llegue a producirse- pueda desembocar en la desaparición de la moneda única y en la necesidad de replantearnos, una vez más, qué Europa queremos. El problema es que a diferencia de en 1950, hoy no abundan ni los Monnet ni los Schuman.
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